lunes, 29 de agosto de 2011

Villa Colòn transgresora: Pitamiglio, Andrès y Delmira, una trilogia amorosa ?

Se reunìan en el Hortus Conclussus frente a Idiarte Borda, un cenàculo literario por la avenida Lezica, que supo funcionar hasta fines de los años 40. Algunos llegaban desde la ciudad en el tranvìa Nro 41 de la Comercial, desde 1912 unìa el centro con las puertas del Colegio Pio. Pero los màs y a tono con la clase a la que pertenecìan, se desplazaban en lujosos autos. A instancias de Andrès Giot, dandy musical y buscador de placeres, Humberto Pitamiglio, arquitecto e ingeniero,  habìa adquirido una quinta a los fondos de Idiarte Borda, comprando parte de los dominios de Giot padre. Fue antes o durante las veladas en el Hortus. A Humberto le atraìa Andrès y alrededor de 1910, si le creemos a Wapo, Delmira asistìa a las lecturas de cuentos y poemas en Conclussus, leìa los suyos y sus ojos se acercaban a las miradas de Andrès. Delmira acosaba amores sin decircelo a nadies ni siquiera al objeto sujeto de su verdadero amor. Los Giot tenìan màs plata y propiedades  que Pitamiglio, incluso un castillo en Parìs. No obstante, no les gustaba una vida que consideraban disipada, no ajustada a los cànones de una burguesìa inversora y ahorradora, que Andrès se empeñaba en transgredir, saliendo, asistiendo a cenàculos dudosos, vièndose con gente sospechosa de "inmoralidades", vistiendo las mejores ropas y queriendo dedicarse a la mùsica como pasatiempo y forma de vivir. Andrès jugò con sus cualidades de dandy, sus "miserias" materiales y sus dones de conquista. Era viril, atlètico y no desdeñaba a mujeres y hombres. Atrajo profundamente la sensibilidad matemàtica de Pitamiglio y entre lloro y lloro, el arquitecto se convitiò en su mecenas y amante. Lo sabìan o lo sospechaban en el Hortus. Despùes de la veladas el auto de Pitamiglio rumbeaba para la quinta con la torre de ladrillo detràs de Idiarte Borda y al final de la calle Margarita Bades.
Aquèlla tarde el portòn abierto invitaba a entrar, entre las brumas del invierno y los claros oscuros del enorme palacio. Delmira hubiera entrado, pero el Hortus quedaba enfrente




La dueña de casa abriò la puerta de la casa quinta y anunciò que solo Andrès habìa llegado. Delmira se sentò en la mullida silla de la sala. Saludò a Andrès y esperò sin hablar. Sus ojos recorrieron el chaquet, la corbata, la mirada del dandy. Por un momento se detuvieron simultàneamente, mientras Andrès leìa un libro. Leìa pero su mirada querìa y buscaba reposar en aquèl vestido rojo, en las mangas de volados  rojos, en la diminuta cartera roja y en esos labios carmesì haciendo el juego de conjunto fuego. Cambiaron frases intrascendentes sobre el tiempo y la belleza de Colòn. Delmira hubiera dicho allì sin cohibiciones lo que despuès escribiò en una carta.



Estas son historias que vuelven a repetirse en las andaduras del tiempo. Todavìa son fresquitas las caidas de las represiones amorosas y entonces ahora los libres amantes eligen otros medios aunque las mismas calles y monumentos, unos itinerarios que desconocen o intentan hacerlos familiares. Convocan a las musas de las "citas a ciegas" y por el ciberespacio van al encuentro caminando por las calles de Colòn. Aquélla tarde Martin siguìò las vìas tapadas del tranvìa y por la vereda llegò pasando el Hortus y los portones del castillo, a la casa de una amiga.

                          

 Sonò la mùsica regaton de su celular. Era un mensaje para un encuentro que respondìa a su aviso. Demandò que el otro llamara y como ambos no tenìan saldo, èl llamò desde un fijo. Iban al otro dìa a conocerse o por lo menos a llamarse. Asì comenzaron una interminable relaciòn que elegìa las virtualidades del ciberespacio. Con el  tiempo la letra de estas canciones pareciò atraparlos.



Se prometìan fidelidades, encuentros y citas a la semana siguiente, Norgut, un extranjero del norte y el adonis de las alamedas. Creìan vivir en la Villa de los sentimientos actuales cuando en realidad buscaban los antiguos monumentos y relaciones que la historia habìa parido como disciplinas de la carne. Se parecìan màs a Pitamiglio, Andrès y Delmira que a modernos amantes. Por supuesto no eran ricos ni acaudalados pretendientes como aquèllos. Apenas habìan logrado el lustre de unas licenciaturas. Se afanaban por varias alternativas. Solo al cruzar la calle, frente a la ochava, Norgut soñaba con Laura, no se sabe si De Nove o la Laura Queer de la otra punta. Mientras, Martin esperaba a su mecenas que Norgut satisfascìa a medias. Intercambiaron fotos, sms y llamadas por el celular. Creyeron en las emanaciones miticas de las sales plata, de lo real en el pasado y se olvidaron que lo real màs imaginativo que lo virtual podìa "quemar las fotos". Por eso aplazaban los encuentros o èstos fracasaban. A diferencia de las trilogìas de antaño, aquèllas no se tramitaban en ninguna mediaciòn traidora y   clamaban por el deseo anarquista de "salvemos el deseo inmediato". Hasta que el encuentro se produjo. Sobrevolò las estatuas. Antaño las señoritas de la alta sociedad allì se daban cita.Parecia que la estatua querìa bajarse de su pedestal y pegar con su libro al esperante de varias mañanas "Este que mira tanto". Norgut insistiò en un cafè, una cena, una calle perdida, entre las alamedas. Dudaba Martìn. Norgut, que algo de Andrès insinuaba, deseaba cruzar hacia la ochava de Laura. Pero escribìa demasiado sobre la Laura Queer. Martìn que algo de Pitamiglio tenìa se decidiò por su casa, nada de cafès y si de amores salvajes. El cafè vendrìa despùes. Esta vez sin celulares y malditas o bienhechoras compus de por medio.   
Y asì cantaron al son de Luis Enriquez

   

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